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Errico Malatesta: Vamos entre el pueblo (1894)


Traducción al castellano: @rebeldealegre
Imagen: Pelecymus

Admitámoslo de inmediato: los anarquistas no han mostrado estar a la altura de las circunstancias. [1]
    Viendo por un lado la revuelta de Carrara, que fue prueba de su valentía y compromiso con la causa, pero también de las deficiencias en su organización, los anarquistas habrían apenas  evaluado una mención en relación a la convulsión popular en Sicilia y en todo lugar de Italia.
    Tras todo el despotrique sobre la revolución, la revolución estaba ante nosotros y nos encontramos desconcertados y permanecimos nada más que inertes.
    Puede ser una admisión dolorosa, pero decir nada y esconderlo sería equivalente a una traición a la causa y a aferrarnos a los errores que nos han llevado a este puerto.
    ¡Es la hora de re-pensar!
    Como lo vemos nosotros, la razón principal de nuestras deficiencias es el aislamiento en el que hemos caído fundamentalmente.
    Por una gama de razones que sería demasiado largo de relatar aquí, siguiendo a la separación de la Internacional, los anarquistas perdieron contacto con las masas y se redujeron gradualmente a pequeños grupos solamente preocupados de discusiones interminables y, ¡ay! de hacerse añicos unos a otros o, como mucho, de hacer una pequeña guerra contra los socialistas legalitarios.
    En un número de ocasiones, se hizo un esfuerzo por rectificar esta situación, con diversos grados de éxito. Pero justo cuando parecía que podíamos retomar labores serias y masivas, salían unos cuantos compañeros que, por una intransigencia desatinada, hacían del aislamiento una virtud y — asistidos e inducidos por la holgazanería y timidez de tantos otros, que encontraban en tal “teoría” una buena excusa para no hacer nada y no tomar riesgos — lograban encaminarnos de vuelta a la impotencia.
    Gracias a la labor de aquellos compañeros — muchos de los cuales (nos complacemos en reconocer) se conducen por la mejor de las intenciones — la labor de propaganda y la organización han resultado imposibles.
    ¿Quieres unirte a una asociación de trabajadores? ¡Maldición! Esa asociación tiene un presidente, estatutos, y no jura por el mensaje anarquista. Todo buen anarquista debe evitarlo como a una plaga.
    ¿Quieres establecer una asociación de trabajadores para habituarles a la solidaridad en la lucha contra los patrones? ¡Traición! Un buen anarquista debe solamente entrar en asociación con creyentes anarquistas, lo que quiere decir que siempre debe estar en compañía de los mismos compañeros, y si encuentra asociaciones, todo lo que puede hacer es conferirle nombres a un grupo compuesto por las mismas personas todas las veces.
    ¿Vas a organizar y apoyar huelgas? ¡Embaucamientos, paliativos!
    ¿Probarás suerte en protestas y campañas populares? ¡Tonterías!
    En resumen, lo único que se permite hacer a manera de propaganda es la ocasional charla, desatendida por el público a menos que intervengan los excepcionales dotes de oratoria de quien habla; alguna cosa impresa, siempre leída por el mismo círculo de personas; y la propaganda persona-a-persona, si es que puedes encontrar a alguien dispuesto a oírte. Eso, más un montón de algarabía sobre la revolución — una revolución que, predicada así, termina siendo como el paraíso de los católicos, una promesa para el más allá, que te adormece en una inercia dichosa mientras creas, y te deja escéptico y egoísta, cuando la fe se evapora.
    Y en el intertanto a nuestro alrededor las personas se mueven y siguen otras convicciones; y los socialistas legalitarios obtienen lo mejor de nosotros y con frecuencia tienen éxito, incluso en países como Italia, donde el socialismo fue por primera vez proclamado y popularizado por nosotros y donde nos jactamos de  estar lejos de tradiciones vergonzosas de lucha y sacrificio cargadas de consistencia y orgullo.
    Esta es una táctica letal, equivalente al suicidio. La revolución no se hace tras puertas cerradas. Individuos y grupos aislados pueden llevar a cabo un poco de propaganda; audaces coup de main ["golpe de mano"], bombardeos y similares, si se hacen con astucia (que no siempre es el caso) puede llevar la atención del público a quiénes son los enemigos de los trabajadores y a nuestras ideas; pueden hacernos ganar la distinción de vengadores del pueblo, y pueden librarnos de algún poderoso obstáculo, pero la revolución viene solamente una vez que el pueblo ha salido a la calle. Y si queremos hacerla debemos ganarnos a la multitud, tanta multitud como podamos.
    Además que estas tácticas aislacionistas van contra nuestros principios y contra el propósito que nos hemos puesto.
    La revolución, del tipo que tenemos en mente, ha de ser el comienzo de la activa, directa y genuina participación de las masas, es decir, de todos, en la organización y funcionamiento de la vida de la sociedad. Si, por alguna rareza, la revolución pudiese ser hecha por nosotros solamente, no sería una revolución anarquista, ya que entonces seríamos los amos y el pueblo estando desorganizado y por ende impotente e inconsciente, esperaría instrucciones de nuestra parte. En tal caso toda la anarquía se reducirá a una declaración vacía de principios, mientras que, en la práctica, habría aún una pequeña facción haciendo uso de la fuerza ciega de las masas inconscientes, utilizada para así imponer las ideas propias de la facción — y esa es la esencia misma de la autoridad.
    Sólo imaginen que mañana, mediante un coup de main, pudiésemos derrotar al gobierno por nosotros mismos, sin involucrar a las masas y que pudiésemos retener el control de la situación. Las masas, que no habrían jugado parte en la lucha y no habrían probado la potencia de su fuerza aplaudiría a los vencedores y permanecería inerte mientras espera que nosotros les entreguemos todo el bienestar que les prometemos.
    ¿Qué hacemos entonces? O asumimos una dictadura de facto, lo que sería conceder que nuestras ideas anti-gubernamentales son impracticables y confesar que, como anarquistas, hemos fracasado; o haríamos por cobardía el gran rechazo, [2] retrocederíamos declarando nuestra abominación por el mandato y dejaríamos que nuestros adversarios tomaran las riendas.
    Esto fue lo ocurrido, por razones diferentes, a los anarquistas españoles en el alzamiento de 1873.[3] Debido a extrañas circunstancias, se hallaron amos de la situación en varios pueblos, como Sanlúcar de Barrameda y Córdoba. El pueblo no hizo movida propia alguna y esperó a que alguien les dijera qué hacer; los anarquistas declinaron hacerse cargo porque eso conflictuaba con sus principios… Con lo cual entra, primero el contragolpe republicano y luego la reacción monarquista, que reinstauró el antiguo régimen, esta vez agravado por masivas persecuciones, arrestos, y masacres.
    Vamos entre el pueblo: esa es nuestra única salvación. Pero no vayamos entre ellos con la arrogancia petulante de quienes claman tener la infalible verdad y, desde su supuesta infalibilidad, miran en menos a quienes no suscriben a sus ideas. Vamos y volvámonos hermanos con los trabajadores, luchemos con ellos, y sacrifiquémonos junto a ellos. Si vamos a ganarnos el derecho y la oportunidad de demandar del pueblo el tipo de compromiso y espíritu de sacrificio requerido en los grandes días de la batalla decisiva por venir, necesitamos habernos probado a los ojos del pueblo, y demostrado que no tenemos comparación cuando se trata de coraje y autosacrificio en sus pequeñas y cotidianas luchas. Entremos a todas las asociaciones de trabajadores, establezcamos tantas como podamos, entretejamos federaciones cada vez más grandes, apoyemos y organicemos huelgas, y divulguemos en todas partes y por todos los medios el espíritu de cooperación y solidaridad entre los trabajadores, el espíritu de resistencia y lucha.
    Y tengamos cuidado de disgustarnos sólo porque los trabajadores a menudo no comprendan o no abracen todos nuestros ideales, y de retener un apego a antiguos hábitos y antiguos prejuicios.
    En hacer la revolución, no podemos y nos rehusamos a esperar a que las masas se vuelvan completamente socialistas anarquistas. Sabemos que, mientras dure el actual orden económico y político de la sociedad, la vasta mayoría de la población está condenada a la ignorancia y el embrutecimiento y tiene capacidad solamente para rebeliones medianamente ciegas. Necesitamos desmantelar ese orden, haciendo la revolución lo mejor que podamos, con los recursos que sea que podamos reunir en la vida real.
    Mucho menos podemos esperar a que los trabajadores se vuelvan anarquistas antes que nos dispongamos a organizarlos. ¿Cómo podrían, si se les abandona a sus propios recursos, luchando contra el sentido de impotencia que viene de su aislamiento?
    Como anarquistas debemos organizarnos entre nosotros, entre personas que están perfectamente convencidas y perfectamente en acuerdo; y, en torno nuestro, en  amplias y abiertas asociaciones, debemos organizar a tantos trabajadores como podamos, aceptándolos por lo que son y esforzándonos por impulsarlos a todo progreso que podamos.
    Como trabajadores, debemos siempre estar principalmente al lado de nuestros compañeros en el cansancio y la desgracia.
    Recordemos que el pueblo de París comenzó demandando pan al rey en medio del aplauso y las tiernas lágrimas y, en dos años, habiéndoles invitado — como era de esperar — a sus amarras en vez de pan, le cortaron la cabeza. Y recientemente el pueblo de Sicilia estaba al borde de hacer una revolución, a pesar de aplaudir al rey y a toda su prole.
    Aquellos anarquistas que se opusieron y se burlaron del movimiento “fasci” sólo porque no estaba organizado del modo que hubiésemos preferido — en que al fasci se le denominaba a menudo “María la Inmaculada”, o porque tenían un busto de Marx en vez de Bakunin en sus salones, etc. — han probado que no tenían ni sentido revolucionario ni espíritu.
    No tenemos misericordia — ¡lejos de ello! — para quienes manchan todo con veneno parlamentario y lo reducen todo a un asunto de candidatura y para quienes (actuando de buena o mala fe, no nos importa) quisieran convertir a las masas en un rebaño flotante. ¿Pero acaso predicar la dispersión y dejar todas las fuerzas organizadas del proletariado en sus manos no equivale a acompañar a dichos aspirantes a diputado y, peor aún, a jugar el juego de la burguesía y el gobierno?
    Evaluemos la situación. Estos son tiempos solemnes. Hemos llegado a uno de esos momentos clave en la historia humana en que una era completamente nueva se abre paso. El éxito y la orientación de la revolución por venir depende de nosotros, quienes hemos inscrito en nuestras banderas las redentoras e inseparables palabras “socialismo” y “anarquía.”
   

NOTAS
[1] Traducido desde “Andiamo fra il popolo,” L'Art. 248 (Ancona) 1, no. 5 (4 de Febrero de 1894). En 1893, el movimiento Fasci se había esparcido en Sicilia — “fasci” es el plural de “fascio” (haz, conjunto), un término que simbolizaba la fuerza de la unión y que no tiene relación alguna sino etimológica con el movimiento Fascista posterior. Fue un movimiento de campesinos, mineros, y trabajadores que comenzó con demandas económicas pero escaló a una revuelta, con huelgas, ataques a dependencias de la ciudad, destrucción de aduanas, y rechazo a pagar impuestos. Docenas de trabajadores fueron masacrados por las fuerzas armadas. El 4 de Enero de 1894, fue declarado el estado de sitio en Sicilia y comenzó una dura represión. En respuesta, ocurrieron protestas en varias ciudades italianas, cuya cumbre fue un alzamiento ocurrido en el bastión anarquista de Carrara, donde se declaró eventualmente también el estado de sitio. Malatesta había apoyado fuertemente al movimiento Fasci desde su comienzo, y, iniciado el año 1894, abandonó su exilio en Londres para ingresar clandestinamente a Italia. El presente artículo, escrito mientras Malatesta estaba aún en Italia, entrega un balance de las agitaciones por parte del movimiento anarquista italiano. El periódico donde apareció el artículo fue llamado irónicamente por el artículo del código penal concerniente a la “asociación de malhechores,” utilizado comúnmente contra los anarquistas.
[2] Este es un pasaje de la Divina Comedia de Dante Alighieri (Inferno, III, 60) sobre Celestino V, quien abdicó al papado en 1294.
[3] La referencia es al movimiento federalista conocido como “cantonalismo,” que nació tras la proclamación de la primera república. Luego que el presidente Pi y Margall jurara guiar al país hacia una administración descentralizada, muchas grandes ciudades al sur de España asumieron su independencia y se declararon cantones libres. Aunque la Internacional como organización había pasado una resolución que condenaba toda actividad política, los anarquistas se involucraron en ciertas actividades independientes.